Declaración

De Massimiliano Casu y Vanesa Viloria

De Ellen Blumenstein

De Ellen Blumenstein

La fiesta, las normas y el tiempo

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Una fiesta es un exceso permitido y hasta ordenado, una violación solemne de una prohibición. Pero el exceso no depende del alegre estado de ánimo de los hombres, nacido de una prohibición determinada, sino que reposa en la naturaleza misma de la fiesta, y la alegría es producida por la libertad de realizar lo que en tiempos normales se halla rigurosamente prohibido.

Sigmund Freud, Tótem y tabú, en Obras completas, t. 5. Biblioteca Nueva, España, p. 1838

Los ritos se basan en un tipo de repetición que no ha de entenderse como suspensión de la toma de decisiones sino como significado: hace aparecer el tiempo cíclico.

Jan Assmann

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Para poder percibir el mundo como realidad fiable y vivir en él juntos en comunidad, necesitamos estructuras que establezcan un marco para nuestras acciones. Las normas que todos los miembros de una comunidad han interiorizado y aplican o ejecutan de manera intuitiva nos alivian de la responsabilidad de tomar decisiones constantemente y nos facilitan poder actuar guiados por la experiencia. La otra cara de esta estabilidad es, por una parte, el hecho de que la sentimos como vacía de significado y, por otra, que reprime sistemáticamente las necesidades divergentes con el fin de mantener el statu quo social.

Ante este trasfondo, las fiestas funcionan en todas las culturas como un importante contrapeso a lo cotidiano. En la fiesta se puede dar salida simbólica a aquellas necesidades que no cabrían en otro lugar o harían peligrar la convivencia pacífica: se pueden ignorar las jerarquías o vivir intensidades que, si fueran cotidianas, exacerbarían la situación o la llevarían al colapso. Al estrecho margen de acción del individuo y el mutuo control social se opone la fiesta con el principio del exceso.
Precisamente esa divergencia metódica de la normalidad hay que ponerla en escena. Porque el libertinaje físico o mental no se caracteriza por la suspensión de las reglas, más bien al contrario, las hace visibles y las coloca en el centro de atención: la fiesta vive de la subordinación voluntaria de todos los participantes a un desarrollo preestablecido de actuaciones. Por el contrario, las reglas de lo cotidiano, ensayadas colectivamente, están tan normalizadas que las cumplimos inconscientemente todos los días como si fueran leyes no escritas, y ya no las percibimos como lo que de hecho son: normas establecidas arbitrarias.

La dependencia mutua entre lo cotidiano y la excepción es esencial para comprender la fiesta, pues si desapareciera la diferencia entre fiesta y vida diaria – tanto si la vida diaria se pusiera en escena como fiesta permanente, como si la fiesta perdiera su posición de excepción frente a lo cotidiano –, esa sociedad perdería la capacidad de cambio y evolución. Cotidianidad y fiesta, estabilidad y exceso, orden y transgresión, confirmación de la propia identidad y desconocerse a sí mismo, todo se condiciona mutuamente.

Las fiestas ponen en escena la comprensión que una cultura tiene de sí misma, a todos los niveles sociales. Todos los miembros están familiarizados con las acciones, gestos y expresiones pertenecientes a un ritual que, a la vez, ofrece a los recién llegados la posibilidad de integrarse en la comunidad.

Así, las fiestas del calendario o de las fases de la vegetación marcan ciclos más amplios que los individuales, como por ejemplo los solsticios o los cambios de estación. En parte se funden con fiestas religiosas como la Navidad o la Semana Santa, cargando así de sentido histórico-mitológico el acontecimiento en cuestión. Las fiestas políticas están dirigidas a la memoria colectiva, por ejemplo el aniversario de la independencia o de la revolución, el cumpleaños del jefe del estado y similares. También en la vida privada se celebran las etapas de la vida con fiestas como el bautismo, la circuncisión, las fiestas de fin de estudios, las bodas o funerales… Incluso en las ramificaciones de la vida cotidiana, la cohesión social concreta está organizada: tomarse una caña con los compañeros después del trabajo, el día de fiesta o el banquete. En la vida cotidiana, lo festivo ofrece espacios opuestos a la rutina, que se aprovechan para pasar tiempo con la familia y los amigos, para actividades deportivas o colectivas: el Día del Trabajo se va a la manifestación, el Día de Todos los Santos se recuerda a los difuntos, el Día de Acción de Gracias se organizan desfiles y se hacen donaciones. El propio festín intensifica la experiencia de la comida diaria al emplear vajilla especial, mayor esmero en la preparación de las viandas de un extenso menú, mayores cantidades de alcohol y también la participación de invitados.

Pero lo cotidiano y la fiesta no sólo son principios opuestos por su diferente reglamentación. Además, se basan en un concepto del tiempo muy diferente entre sí: en la vida cotidiana reina Cronos, el dios del tiempo lineal, medible. En él, las acciones son irreversibles por definición y, así, crean vínculos, confianza y responsabilidad. La fiesta, por el contrario, se sitúa en el tiempo mitológico, en el modo del eterno retorno. Se celebra en ciclos, es decir, depende estructuralmente de la repetición. Tanto si una fiesta interrumpe la rutina diaria, como si lo hace una vez por semana, o cada año o cada época, la fiesta enlaza la vida del individuo con las generaciones que le precedieron y las que vendrán. 

En este sentido, la fiesta no es un espacio de olvido de uno mismo, sino de reflexión social, en el que conciliamos nuestra imagen de quienes somos con el deseo de quién queremos ser. Basada en la rígida repetición, siempre contiene además la posibilidad de salir transformado del ritual. Por eso la fiesta puede – y debe – incluir aspectos de destrucción. Cuando festejamos, estamos recordando que lo que hacemos, pensamos o consideramos correcto, en cualquier momento podría responderse de otra manera muy distinta, al menos teóricamente. Porque el mundo no existe independientemente de nosotros, más bien somos nosotros los que lo constituimos a través del relato con el que nos inscribimos en él.

Cuando las instituciones culturales celebramos fiestas, o incluso instauramos nuevos festejos, nuestra misión no es trabajar en pos de una determinada meta, sino mostrar que el elemento decisivo que le da sentido es la propia ceremonia y que nosotros, al darle forma, ya estamos produciendo significado; lo decisivo es el cómo, no el para qué. ¡Así que inventemos rituales musicales, culinarios, danzantes, eróticos, marciales, carnavalescos o saturnales, y procuremos que se nos sumen cuantas más personas mejor! Después, volvamos juntos al trabajo – hasta la próxima fiesta.

De Massimiliano Casu y Vanesa Viloria

Diez ideas sobre el arte de la fiesta

I. Todo lo que podamos saber sobre la fiesta, puede ser puesto en duda.

“If you remember the ’60s, you really weren’t there” es una frase del actor estadounidense Charles Fleischer que, con toda probabilidad, habrás leído o escuchado en alguna de sus numerosas variantes apócrifas, adaptadas cada vez a una distinta época dorada del desenfreno y el jolgorio juvenil. Esta encrucijada epistemológica en forma de chiste lleva en sí una consideración fundamental sobre la fiesta: si la vivimos sumergiéndonos en sus coreografías sociales, nuestro pensamiento discursivo será puesto a prueba de manera radical, mientras que si nos ubicamos en el borde de la pista, en el lugar del partywatcher, nos expondremos a un sin fin de estereotipos, mitos y simplificaciones que nacen de nuestra posición no participante.

II. No podemos ni definir exactamente qué es.

Podemos tratar de reconocer invariantes, de establecer parámetros e indicadores, pero cualquier intento organizador tendrá que confrontarse con la dificultad de aplicar las mismas fórmulas interpretativas a la variedad de celebraciones religiosas, festividades campesinas, guateques domésticos, raves techno, bailes sociales y eventos de club que podemos encontrar en nuestras vidas.

La misma palabra “fiesta”, portadora de un dominio semántico abierto pero a la vez perfectamente explícita en su sentido, usada en todo el mundo pero intraducible a otros idiomas, puede indicar un espacio-tiempo, cuando es sustantivo, convertirse en acción, cuando se habla de “fiestar” o “fiestear”, pero también puede representar una condición del alma, cuando se usa la expresión “estar de fiesta” o “enfiestados”.

III. La fiesta materializa tantas energías destructoras como creativas.

Por un lado observamos el surgir de un renovado interés de la cultura y de la política hacia la fiesta: un número cada vez más grande de artistas e instituciones artísticas la eligen para re-conectar vanguardia y cultura popular, una multitud de instituciones públicas la adopta como herramienta para fortalecer la participación ciudadana e incluso la salud pública.
Asistimos a un re-descubrimiento generalizado de cómo el hedonismo crítico de los cuerpos danzantes puede llegar a ser un poderoso instrumento de cambio.
Por otro lado, observamos una violenta mercantilización de la fiesta, de sus estéticas y sus valores, la apropiación de ese patrimonio popular por parte de las élites y un progresivo vaciado de sus elementos más rebeldes. En un gran número de ciudades del mundo, además, vivimos una nueva ola represiva de contundente fuerza impulsada por el mismo poder público y una creciente limitación del derecho de reunión con fines lúdicos.
Nuestros contextos viven esta dicotomía radical: construcción colectiva de nuevas fiestas vecinales, con formas cada vez más participativas e incluyentes, la afirmación de la fiesta como práctica artística y cultural de primaria relevancia, pero a la vez una tendencia cada vez más aguda hacia la producción de conflictos dentro y en torno a la fiesta.

IV. Arte y fiesta podrían ser la misma cosa, pero no importa.

Podríamos considerar arte y fiesta como hermanas, nacidas ambas en el momento en el que, habiendo adquirido el dominio del fuego, el Homo sapiens y el Homo neanderthalensis descubrieron el tiempo libre como la oposición a las obligaciones de la supervivencia con todo su poder revolucionario. Podríamos pensar que la fiesta es una disciplina artística, o que el arte es un determinado tipo de fiesta. Sin embargo, bien antes de emprender una inútil y arbitraria labor taxonómica, puede ser interesante reflexionar en torno a cuáles son las oportunidades que derivan del contacto entre estos dos campos del vivir humano.

V. A día de hoy, puede ser más política una fiesta que una obra de arte político.

Cuando empezamos a desarrollar proyectos artísticos en torno a la fiesta, nos movía una cierta decepción con respecto a los límites del arte público y su tendencia a cristalizarse en lo instituido y desactivar su capacidad de cambio.
Por otro lado, empezamos a encontrar una extraordinaria fuerza vital en la fiesta, en ese campo social total en el que se despliegan energías y negociaciones complejas, capaces de transformar la realidad de manera radical, erigiendo nuevas estructuras y alterando las existentes. Empezamos a considerar que, como dijo Lefebvre en 1968, frente a un arte cada vez más especializado como adorno de lo existente, un verdadero cambio social necesitaba prácticas culturales capaces de poner fin a la escasez y la austeridad de la cotidianidad, asumir la prodigalidad y el derroche, atacar las obligaciones.

VI. La fiesta nos ayuda a enfrentar nuestros sistemas de (auto)dominación.

Podemos observar, entonces, que la sutileza de la membrana que separa la fiesta del motín y la revuelta (solo en el verano 2017, en la Comunidad de Madrid hemos contado un fallecido, 30 heridos y unos 40 detenidos en dos motines multitudinarios) se debe, en buena parte, a la pulsión irrefrenable de la fiesta por borrar lo existente teniendo como primer objetivo los símbolos y los dispositivos de la dominación.
Este enfrentamiento perpetúa una ancestral lucha por la hegemonía entre dos arquetipos enfrentados: la racionalidad de la organización del Estado y el imaginario radical social. Uno de ellos está representado por el Homo Faber: el ser racional y creador de los dispositivos que regulan nuestras sociedades, mientras el otro se encarna en el Homo Ludens, el sujeto hedonista e irracional, fiestero, explorador de nuevas posibilidades, generador de controversia y conflicto.

VII. Lo imaginario antes o después transforma lo instituido.

Si el Homo Faber construye incesantemente mitos ordenadores que regulan nuestras vidas, el Homo Luden los desmonta incesantemente, superponiendo nuevas ficciones capaces de atacar estas estructuras. Realiza esta labor de borrado principalmente en el entorno de la fiesta, donde la separación entre imaginación y realidad vuelve a difuminarse y, a partir de una suerte de anomía fiestera, se transforman los valores, los tótems y los tabúes que determinan nuestras vidas en su conjunto. En una fiesta puede explosionar ese repertorio de deseos, fantasías y sueños a menudo adormecido en el fondo de nuestras subjetividades, y también se pueden generar nuevas ideas, valores y apetitos enfrentados a la racionalidad impuesta por la sociedad.
Este es el imaginario radical que, según Cornelius Castoriadis, es capaz de transformar las instituciones de nuestra sociedad de manera permanente.

VIII. Una fiesta es siempre una ficción vivida.

Cuando Dr. Motte en 1988 organizó la primera fiesta de Acid House de Berlín, la anunció en algunas agendas culturales como una proyección de la película “360 Minutes in the Life of Acid”. Una vez iniciada la sesión, a los asistentes que preguntaban dónde tenía lugar la proyección, Motte contestaba feliz: “¡Estás justo dentro de la película!”.

Esta pequeña historia, recogida en “Der Klang der Familie”, el relato oral de la fundación de la escena techno berlinesa, no es más que uno de los miles de episodios que componen una suerte de épica fiestera mundial, pero con un enorme valor para entender el potencial transformador de las celebraciones.

Primero nos enseña que existe una profunda diferencia entre el espectáculo y la fiesta: si el primero se ve, la segunda se vive, no tiene un guión ni un punto de observación determinado. En segundo lugar, este relato como las historias de vampiros de Spook Factory, las de naves alienígenas de Fischbüro o, simplemente, todos los ejemplos de tradiciones inventadas que fundan nuestras festividades, nos demuestran que una fiesta es siempre una ficción vivida. Su fuerza consiste en la capacidad de acortar la distancia entre lo posible y lo actual o, como diría Franco Berardi, entre la posibilidad y la potencia política.

IX. La fiesta es lo que llamaríamos un enunciado performativo encarnado.

Debido a esta capacidad de poner a bailar nuestro imaginario colectivo y, por ende, todas la estructuras sociales que se originan a partir de ellos, podemos afirmar que una reunión de cuerpos danzantes nunca puede ser políticamente neutral y, como afirma Judith Butler, estas formas de reunión pueden transmitir significados que van mucho más allá del simple relato discursivo de los motivos por los que se convocaron. Estas ficciones fiesteras, estos imaginarios desbordantes, son enunciados que se hacen cuerpos y, de esta manera, se re-articulan en nuevos discursos.
Es el caso, por ejemplo, de las multitudes de baile y de la extraordinaria capacidad performativa y política de un cuerpo colectivo, o de un intercuerpo que incluye los sujetos celebrantes y el entramado de relaciones, valores éticos y estéticos que les une.
En la fiesta, estos sujetos son interpelados de manera integral en una inmersión total que implica, de manera muy distinta con respecto a las dinámicas de la habitual participación política, la puesta en juego de su identidad, de su cuerpo y de sus emociones.

X. La fiesta puede ser el laboratorio social que nuestras ciudades necesitan.

Estos elementos hacen que la fiesta sea un laboratorio donde un ser nuevo llega al mundo. Como bien entendían los maestros de la Bauhaus y, en buena medida, de todas las vanguardias artísticas y políticas del siglo XX, un mundo nuevo se construye a partir de la apertura de espacios donde se pueda generar un nuevo sujeto, liberado, por lo menos en parte y durante un momento, de las obligaciones y las imposiciones de la vida cotidiana. La fiesta puede ser hoy una de las más extraordinarias oportunidades para re-pensarnos y re-pensar el sistema del que formamos parte, para transformarnos y transformarlo a partir de la construcción de una cultura más inclusiva, más justa, más abierta al cambio y, sobre todo, más divertida.

De Massimiliano Casu y Vanesa Viloria

De Ellen Blumenstein